¡Castiguen a los bandidos!
Por Johan Mendoza Padilla
Linchamientos como estos se han vuelto común en los barrios del país |
Recientemente en los medios
tradicionales de comunicaciones uno se ha percatado de la campaña
propagandística en donde incitan a los ciudadanos a sentir miedo e
incertidumbre en torno a la inseguridad que se vive en las principales ciudades
del país, inseguridad que es real y se evidencia en las enormes cifras diarias
de atracos, extorsiones y demás crímenes que siembran el total desconcierto de
los habitantes urbanos de Colombia, lo que sin duda es un punto nodal en las
políticas públicas y uno de los referentes en los debates para aquellos que
aspiren a un cargo público en las venideras contiendas electorales.
Pero lo que más inquieta son
los efectos que está generando en la opinión general de los colombianos, situación que se ha puesto turbulenta en estos días a raíz del incremento de
golpizas y “ajusticiamiento” por sus propias manos de la ciudadanía cada vez
que aprehende a un delincuente, actos que hacen como respuesta a lo que han
denominado como la “mano floja”, bien sea de la rama judicial o de la Policía
Nacional, para sancionar a los malandros.
Aunque más llama la atención cuando por las redes sociales se propaga con mayor
fuerza el llamado a tomar acciones frente a la ola de violencia y, de ser
necesario, usarla también en contra los delincuentes; hasta canciones haciendo apología a
esto han salido.
Sin embargo, hablar de una ola de
violencia es redundar un poco, ya que, desde décadas el país ha estado agobiado
por este flagelo. ¿Pero a qué se deberá? Las razones pueden variar de acuerdo a
la óptica en que se vea y en aras de aportar al debate haremos un ejercicio de
contextualización del panorama antes de emitir algún juicio respecto a cómo
afrontar la delincuencia común.
A partir del conflicto social,
político y armado que ha vivido Colombia, y de su acentuación durante el siglo
XX, muchas personas han tenido que abandonar sus tierras y tratar de escapar a
las ciudades, cosa que generó una migración interna de hombres, mujeres, ancianos
y niños, siendo que estos desplazamientos transformaron totalmente la
demografía del país. Por ejemplo: miremos el cambio de proporción de habitantes
de las ciudades frente a las zonas rurales:
Año
|
Población Urbana
|
Población Rural
|
1951
|
38.83 %
|
61.16 %
|
1981
|
63.34 %
|
36.65 %
|
2005
|
72.48 %
|
27.51 %
|
Fuente: DANE
Como se alcanza a observar ha
habido una disminución drástica de la población rural, o sea, menos campesinos
que trabajen la tierra, menos producción de algunos bienes, pérdida del arraigo cultural; lo contrario ha
sido en las ciudades donde comenzó a crecer las cifras de invasiones y barrios
subnormales, las filas de desempleados y el rebusque, personas que nutrieron
los cordones de miseria ya existentes en estas urbes. Estos son los colombianos
víctimas de las políticas hasta ahora aplicadas en este país, estos son los
millones de desplazados internos que ubica a Colombia en el segundo puesto de
este penoso ranking mundial según la ACNUR.
Y es importante resaltar que en
Colombia existen dos tipos de desplazados: por un lado tenemos a los más
conocidos que son los desplazados por la violencia, ya sea por la violencia
estatal ejecutada por las FF.MM. y grupos paramilitares, por los daños
colaterales del conflicto armado o por la guerra del narcotráfico; por el otro
lado tenemos a los desplazados económicos que son un poco más silenciosos pero
a la vez más numerosos, son aquellos que han tenido que salir de sus lugares
de origen en vista que no se les ofrece mayores alternativas, porque la
agricultura se ha ido a la quiebra para darle mayor espacio a la ganadería, minería
y monocultivos o porque la carencia de inversión en aquellas zonas hacen menos
productiva algunas actividades, ante lo cual estas personas se ven obligadas a las buenas o las malas a cederles todo a las multinacionales y latifundistas.
Una vez estos colombianos comenzaron
a llegar a las ciudades se encuentran con otro problema: la corrupción tiene
sucumbida a las capitales colombianas y los lugares a los que arriban para vivir
escasean de servicios como salud, vivienda, educación, recreación y saneamiento
básico. Muchos de ellos huyeron del hambre, pero en las ciudades les ha tocado
peor porque sin quien cultive la tierra no hay comida que conseguir, por ello,
más la suma de otros factores como la gasolina, los alimentos elevan sus costos
y llega el momento en que el rebusque ya no
da la plata suficiente para sobrevivir.
Luego, y como derivado de la
degradación social de nuestro país, comienzan a surgir las pandillas y el enfrentamiento sin
sentido de jóvenes del mismo sector, convirtiendo estos barrios en zonas de
combate. A este flagelo se le suma el narcotráfico y el paramilitarismo, ambos
que usan el método de llenar las calles de sustancias alucinógenas y crear
bandas de sicariato y extorsión, logrando el control territorial de algunas
zonas y creando con ello una especie de “Universidad del Crimen”.
En el Congreso se aprueban las Leyes que casi siempre son contra el pueblo |
Muchos jóvenes caen en este
problema en vista que en sus barrios pocas salidas encuentran a este conflicto
social, por ejemplo: si desean practicar un deporte no hay escenarios
deportivos ni recursos para conseguir los útiles; si su talento está en el arte
no encuentran academias públicas y comprar algún instrumento o trajes
pone en riesgo el poder alimentarse; si su meta es la de formarse académicamente se enfrentan
a los limitantes recursos e infraestructuras de los colegios públicos, posteriormente
acceder a alguna institución de educación superior es complicado, en el sentido
que son pocas las públicas y su demanda es
amplia y la única opción rentable es el SENA, aunque la calidad y
pertinencia de sus cursos en los últimos periodos es bastante cuestionable.
A lo anterior hay que sumar otros
factores como: no existe una política de salud pública por lo que son enormes
los índices de embarazos prematuros, drogadicción, SIDA, afectaciones psicológicas...; en gran parte de estas comunidades donde vivimos los
excluidos y pobres no tenemos acceso a la recreación, así que
toca recurrir a otras zonas o limitarse a la televisión que nos ataca a diario
con programas que incitan a la prostitución, delincuencia y otras cosas más;
para los demás estratos sociales simplemente somos vistos como mano de obra
barata o posibles potenciales delincuentes; los servicios básicos son pésimos,
cosa que repercute en una indigna calidad de vida, hecho que en muchos genera
una especie de resentimiento social; en síntesis, un abandono sistemático por
parte de las instituciones del Estado que solo aparece en épocas
electorales o cuando hay intereses privados de por medio.
Todo el anterior panorama me
lleva a una primera conclusión: la sociedad colombiana simplemente hoy cosecha
lo que “nuestros mandatarios y dirigentes políticos” han sembrado: violencia.
Pero en donde supuestamente sí
cumple la tarea el Estado es en la presencia del pie de fuerza, solo que la
forma no ha sido la más acertada puesto que a este conflicto social solo se
le ha buscado la solución represiva, es decir, la vía militar. Así como el
conflicto armado es producto de la desigualdad social, el acaparamiento de la
tierra, la censura política, el exterminio de la oposición, etc., etc.,
así mismo es el conflicto social de las ciudades que se manifiesta en la
delincuencia común. ¿Es el ratero una víctima o un victimario de las políticas del Estado? Es una pregunta
a la cual les dejo en consideración de ustedes responder, solo que aconsejo
hacer un análisis sensato de este problema y tener en cuenta el contexto de cómo y por qué ha crecido la delincuencia en las ciudades. Nada justifica el
robo a una persona que día a día honradamente se gana unos pesos, pero tampoco
nada justifica que algunos de cuello blanco, que en la televisión salen como los más pulcros, se roben la plata que puede sacar
de la pobreza y de la miseria a millones de colombianos. Los Códigos de Policía cada vez impone mayores sanciones para los atracadores de celulares, ¿pero qué ocurre con los ladrones de la salud?
En ese sentido, así como las
balas y las bombas no han podido acabar con la guerra, así tampoco las balas y
las cárceles podrán acabar con la delincuencia común. A esto hay que darle una
solución política, hay que replantear el modo como funciona la ciudad, hay que
procurar crear políticas públicas que se piense lo humano antes de lo monetario,
hay que hacer obras para el bienestar de los contribuyentes y no de los
contratistas.
Así llego a mi segunda conclusión:
hace falta que las ciudades se involucren en la construcción de la paz puesto
que la guerra no es solo en las zonas rurales, lo que ocurre en lo urbano
también es un síntoma del conflicto, por eso insisto: toca repensarse a la
ciudad seriamente.
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